“Para esta demostración no necesito nombrarlo” dicen que alegó un físico ante el tribunal de la Inquisición al serle requerido el por qué no citaba a Dios en la justificación de su teoría.
Algo similar ha ocurrido en el Tribunal Constitucional.
La ponente, y tres miembros más, no creían necesario nombrar la indisoluble unidad de la nación española en el fallo sobre el Estatut - aunque si la tenían presente en los fundamentos jurídicos -, por el contrario la otra parte del Tribunal, que podía haber ayuado a construir una mayoría suficiente, exigía que fuera nombrada para darle su voto.
El resultado es ya conocido. El quinto proyecto de sentencia ha ardido en la hoguera de las vanidades.
Nadie en el Constitucional es independentista y todos suscriben el concepto de la unidad de España. Por eso, cuesta entender su incapacidad para ponerse de acuerdo sobre un Estatut que ni ha roto España ni va camino de hacerlo, después de cuatro años aplicándose.
Más allá de las personas (y los personalismos), la discrepancia de fondo se ha producido, una vez más, entre quienes asumen que la unidad no se pone en peligro por atender la diversidad y la pluralidad que constituye España, y los que sólo la ven asegurada con la uniformidad o nieguen la conveniencia que Catalunya asuma más responsabilidad para asumir los nuevos retos.
Retos que nada tienen que ver con aspiraciones segregacionistas, sino con la autoresponsabilización colectiva para gestionar los cambios acaecidos desde la entrada en vigor del primer Estatut, ahora hace 30 años.
Cambios de todo tipo:
· políticos, ahora estamos en Europa y entonces no
· demográficos, fruto del potentísimo crecimiento de la esperanza de vida y las bajas tasas de natalidad. Produciendo una mayor demanda de servicios para garantizar una mejor calidad de vida y atención a esas personas.
· económicos, la globalización de la actividad económica se ha acelerado aportando efectos contradictorios como la deslocalización o la posibilidad de llegar a nuevos mercados
· migratorios, como ha sido la llegada de un millón de personas extranjeras;
· o sociales, como por ejemplo los cambios en la estructura de la familia o la incorporación de casi un millón de mujeres al trabajo fuera de casa.
Es para asumir esa mayor responsabilidad para lo que se hizo el Estatut. Y es para eso que nos otorgaba más competencias y una distribución de los recursos adecuada para atenderlas, a la vez que mantener la solidaridad interregional.
A pesar de ello, hay quien, como el Tribunal de la Inquisición, ha seguido exigiendo que en el fallo se “nombrara la indisoluble unidad de la nación española”, aunque no fuera necesario, porque no estaba en juego.
Es una actitud propia en quienes prejuzgan intenciones en lugar de juzgar textos o hechos, de quienes exigen de los otros la adhesión univoca a sus criterios y son incapaces de aceptar la matización o, incluso, la discrepancia, en suma el enriquecimiento de la diversidad.
Pero tendrían que saber que no es nombrándola en el fallo, como se salvaguardara la unidad de España, sino con una doctrina que favorezca una concepción integradora de la realidad plural que la conforma.
El fracaso del quinto proyecto de dictamen es el resultado de esa intolerancia en el Tribunal Constitucional y la expresión de su incapacidad con la actual composición.
Después de tres años sin ponerse de acuerdo es hora de que se cumplan sus normas. Eso no es cambiar las reglas del juego a medio partido, sino todo lo contrario.
Al Tribunal Constitucional se le respeta y ayuda renovando los miembros caducados y haciendo que trabajen sin más intentos de instrumentalizaciones de aquellos que toman el nombre de la unidad en vano
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