La Organización Internacional de Trabajo (OIT), hace dos años pronosticó que en todo el mundo acontecerían fuertes convulsiones sociales sino se corregían los efectos sociales que se producían fruto de la crisis económica mundial.
Desde una percepción eurocéntrica u occidentalista, habrá quien diga que se equivocaron. No obstante, si se contempla desde la atalaya europea del Mediterráneo lo que sucede en la otra riba, entonces resulta más difícil cuestionar la predicción.
Hasta ahora, en los países más desarrollados no se ha cumplido el vaticinio es porque los sistemas de protección han paliado en parte la gravedad derivada de la destrucción del empleo, pero allí, carecen de esos amortiguadores sociales.
Las diferencias sociales en esos países son espectaculares: frente a exhibiciones insultantes de riqueza hay pobrezas absolutas; la población es muy joven pero está más formada que antaño y la globalización de la información ha roto su aislamiento. Esa es la presión que ya existía.
Pero la crisis ha incrementado la presión en la caldera social hasta hacerla estallar.
Se han roto las expectativas de progreso, porque el Norte ya no es una tierra a la que emigrar, allí también hay paro, y la falta de libertades democráticas y los regímenes autoritarios imposibilitan creer en una alternancia política que gestione los cambios necesarios para abordarla socialmente.
Había necesidad y voluntad de cambios por eso se han iniciado, aunque su final todavía está por escribir.
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